Aquellos tiempos no eran como los de ahora; ya no se cree nada ideado por la imaginación... La única preocupación de las gentes son las cosas reales y positivas: (pero. ¡Señor! ¿Cuáles serán las cosas reales?) Y se ríen de los viejos porque, como es natural, sólo refieren cuentos viejos. Pero no piensan los ingenuos que lo nuevo de hoy, dentro de un tiempo que pasa tan rápido como el azor por el cielo, ¿qué será a su vez?..., Así que siempre se debe soñar, pues, de la raíz del poeta ha de salir la sabiduría: del roble de la bondad... Yo soy muy viejo; pasaron ya los cien años, pero éste es un secreto: Hasta ahora la muerte se ha olvidado de mí, y mejor es no recordárselo... Yo, algo he leído, y aun ha de haber en el arca hasta un centenar de libros raros y curiosos, que, a pesar de todo, no me enseñaron tanto como la vida. Pero, en fin, tengo buena memoria y recuerdo que oí a los viejos de antaño muchas leyendas de este valle montañés, tan hermoso como poco conocido. ¿No recordáis la historia de Miguelón? Pues de aquí, de Veguilla era.
-¡Escuchad, escuchad!
Hace muchos años, la fuente de Mijares estaba oculta y perdida en un bosque que llegaba desde la cumbre del Cuerno de Aja, dorada por el sol, hasta el río Gándara, que rugía en el abismo tenebroso. Sólo había un reducido espacio libre en lo que es hoy la Cajiga de los Llanos, último resto solitario de aquel inmenso bosque lleno de misterios. El pueblo era muy pequeño y pobre y aún no había carretera. Cerca de la centenaria cajiga, la paz religiosa del «Humilladero» ofrecía refugio al solitario peregrino... ¡Bueno! Pues, el mozo más bueno del pueblo eraMiguelón. Hasta hace pocos años aún quedaban ruinas de la que fue su casa. A aquel llano iba todos los días con su rebaño, y, en una ocasión, en que florecía la primavera, se perdió la oveja del esquilón. Dejó al mastín custodiando al resto y fue, como buen pastor, a buscar a la aventurera. Anda que te anda, y sin saber cómo, se perdió; sin acertar a salir del laberinto verde y sombrío. Cerca de él continuaba oyendo el «campano» lento, lento, pero no conseguía ver al animal: era como una llamada del más allá... A pesar de su alarma, siguió su difícil camino, aunque presto vinieron a su mente todos los relatos de miedo y maravilla que en las interminables noches invernales había oído en la cocina de su casa, junto al «llar»... De pronto, cesan los tañidos y se encuentra ante la fuente desconocida para él, y de la que tantas cosas raras le habían contado...
Mas, al acercarse al cantarino manantial que antes era más caudaloso y pleno de poesía que ahora, vio una leve luminosidad que le llenó de asombro, y éste llegó al delirio al contemplar una maravillosa criatura inocentemente desnuda, de cuerpo nacarado, húmeda aún por el rocío de la aurora, peinando con gran arte sus cabellos de oro.
-¡La Dama Blanca!- pensó, recordando viejas y casi increíbles leyendas.
Y se quedó rígido como una estatua...
¿Qué le pasaba? ¿Estaba dormido o despierto? Además, él nunca había contemplado así a ninguna mujer... Ella, sin dar muestras de inquietud y apenas sin mirarle con sus ojos de esmeralda, dijo:
-Te esperaba, Miguelón. ¡Quiero que seas feliz! ¡Mira!- y le mostró un cofre lleno de joyas imposibles de concebir por la más loca fantasía, y con un tono un tanto solemne continuó:
-¡Entre todos estos tesoros, escoge el que más te agrade!...
Se acercó él, temblando y sin saber qué decir. Como en sueños oía una voz misteriosa que le insinuaba insistentemente: «Coge el cofre, coge el cofre» Mas, dentro de la turbación de su espíritu, recordó que los tesoros mágicos suelen trocarse presto en humo y desilusión; y con una inspiración repentina, rechazó la malévola tentación, contestando ya más tranquilo:
-Entre estos tesoros, es usted, señora, el que más me place...
¿Qué pasó entonces? ¿Qué transfiguración aconteció en la sobrenatural mujer? El caso fue que desapareció la luz astral y una cruz refulgió un instante en su frente de diosa... y oyó como lejana una voz celestial que decía:
-¡Gracias, Dios mío! ¡Pues al hacerme mortal, me haces de verdad inmortal! -y dirigiéndose a él, continuó:
-Yo soy una «anjana» (que los griegos denominaron «ninfas» o hijas de Diana), que hace cientos de años vivo aquí en lo hondo de este manantial. Un día al año podía hacerme visible a los hombres, y atraer, seducido por el encanto que has experimentado al que yo deseaba... Si hubieras escogido alguna de estas joyas fabricadas por gnomos sapientes, te hubieses sumergido fatalmente, para siempre quizá, en el arroyo formado por la fontana de plata. ¡Esta era mi angustia y mi tragedia! Pero has tenido acierto: al huir de los bienes materiales a que te inducían los malos espíritus, te has salvado y me has salvado. Cada uno, ante el espejo de su conciencia. (Yo no podía hacer más que esperar el frío Destino! Ahora, he conquistado la humanidad temida y anhelada: soy una mujer de verdad... que ha olvidado su pasado -y con una mirada luminosa superada por divina sonrisa, insinuó-: y tienes que casarte conmigo... ¿Quieres? Y estos tesoros que antes despreciaste, serán ahora tuyos... y seremos muy felices.
El pobre Miguelón (pero..., ¿por qué pobre?) cayó de rodillas como adorando algo que no concebía... y aquel día no volvió al lugar. El rebaño fue solo a casa, guiado por la oveja de la esquila, que retornó, no se sabe cómo, y seguida por el fiel mastín.
Se le buscó inútilmente y hubo gran tristeza en todos. Mas duró poco, que pasados que fueron unos días, acaeció el milagro.
Regresó al pueblo ya transformado en un Señor, y en compañía de una mujer (¡y qué mujer!) que parecía bajada de los mismos altares. Y hubo grandes fiestas de alegría, cuyo recuerdo perduró como algo fabuloso y místico... Construyó una hermosa casona solariega adornada del simbólico escudo nobiliario: allí estaba la Sierpe, que era el diablo que le tentó... La Cruz, cuyo signo le salvó.... y una cabeza de mujer de larga cabellera: la ex «anjana» con quien casó... Pero, luego, se fueron a lejanas tierras... y no se más.
¡Sí! ¡No hay que reírse!... Todo esto fue tan cierto como las historias que nos refieren viejos y olvidados libros, que son, al parecer, más absurdas. Yo creo estas cosas maravillosas. ¿Qué mérito tiene el creer las que no lo son?
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