Allá por la aurora del pasado siglo, en el valle de Soba, se destacaba el pueblo de Villaverde, verdadero jardín de amor, resaltando del contorno, no obstante hallarse situado en la hondonada de hacia el río... Si pequeño es ahora, más lo era antaño, y sólo la gran casona solariega, blasonada con enorme escudo, primor de heráldica, y su capilla adjunta, cuya gentil campana sonaba a la alborada, eran las notas que acentuaban la importancia señorial del humilde lugar. Por aquel tiempo vivía: allí el Inquisidor don Gaspar Gutiérrez del Regato, que, procedente de Ruesga, vino a iluminar, con su sabiduría, las almas un tanto primitivas de los sobanos...
¿Quién fue este célebre señor, emparentado, a juzgar por su escudo, con los más nobles linajes de la región, de que la Historia apenas guarda: nombre y sólo la leyenda se atreve a descorrer algo el velo que oculta su misterio? Dejo la rebusca de archivos y epistolarios a eruditos investigadores. Sólo diré que aún se conserva en la casona la habitación del inquisidor como custodia del espíritu cuya personalidad se esfumó en el pasado... Mi deseo es detener ante las tinieblas del olvido la fugaz silueta que quedó flotando entre las consejas del valle...
Vivía don Gaspar con unas hermanas ya ancianas y un criado, entre varios otros, que, siempre en su compañía desde niño, era considerado, por la bondad de su carácter, casi, de la familia. No queda recuerdo de su nombre...
En el cercano pueblo de Lavín, sumergido en florida arboleda y adormecido por el murmullo del río, llegaba ya, aunque fuerte, al fin de su existencia, un hidalgo famoso por sus riquezas y por su maniática avaricia. Pasaba lo más del tiempo paseando por huertas y bosques, con más intención de revisar su hacienda que por el goce de la contemplación estética del paisaje…
Todos los días se llegaba hasta el hermoso encinar llamado de “El Calderón”, que une ambos pueblos, donde, precisamente el inquisidor de nuestro cuento, ya retirado de su alta magistratura, dejaba pasar la procesión de las horas, bien en la lectura y meditación, bien admirando las bellezas maravillosas de que allí es pródiga la naturaleza. En amenas conversaciones sólo las suaves notas de la estrella del pastor luciendo en las alturas, les inducía a retirarse a la paz de sus lares. Don Gaspar, al rosario “sendero de rosas para el cielo” como él decía), y el viejo avaro, a la oscura mansión en que angustiada por la eterna soledad del espíritu soñador, le esperaba su nieta María de los Dolores. Ante ella olvidaba el buen anciano la manía del "ahorro integral”, considerando a la joven casi un ser sobrenatural. Como única heredera y hermosa, siempre había en su contorno rondas de galanes y adoraciones extáticas o apasionadas. Mas, indiferente a todos, su amor estaba ya fijado en el criado aquel, familiar e innominado, del inquisidor.
¡Cuántos días el silencio del bosque vibró a los acordes de sus emociones y anhelos, lanzados en frases tímidas e ingenuas, pero de raíz honda y fuerte como la vida misma, en sus fugaces encuentros de los crepúsculos melancólicos!
Una sombra: de oposición del abuelo se esfumó instantánea como la niebla matinal por los rayos del sol ante una mirada radiosa y suplicante de la joven...
Pasó algún tiempo... En cierta ocasión una tormenta que, apareciendo sobre la Peña de Lusa, semejaba un dragón apocalíptico vomitando rayos bajo el estridor escalofriante de sus rugidos, salió don Gaspar, según costumbre, a la solana de su casa sonando un silbo que imitaba el canto del mirlo, dando así señal de alarma a los vecinos para que prestamente se acogiesen con frutos y ganados a "cuvío” seguro ante el peligro de la próxima tempestad... Y en aquel momento apareció María de los Dolores anhelante, reflejando en sus ojos la angustia más profunda, exclamando:
-¡Baje pronto a casa, por Dios, que a mi abuelo dióle un mal repentino del que muere! El médico así lo ha dicho y él quiere verle a usted... -¿Es posible? ¡Voy, voy en seguida respondió, y acompañó a la acongojada joven. Cuando llegaron salía el médico.
-¡No hay salvación! Sólo un milagro...
Y se perdió entre las verdes sombras del carrascal.
Días después de la muerte hablaba María de los Dolores con su novio. Insistía éste en forma un tanto anómala en acelerar el logro de sus deseos, y unas como llamas alucinantes brillaron en sus ojos enigmáticos, que habían perdido la claridad de antaño, y que no pasaron inadvertidas para la confiada y bondadosa enamorada, inundando su alma de nuevas inquietudes, más íntimas y dolorosas que todas las que sufría. Y le respondió:
-¡Espera, espera aún! Que no es ésta la mejor ocasión... Mientras yo encuentro el dinero de mi abuelo, pues no lo hallé por mucho que lo busqué... ¡No le dio tiempo al pobre para decirme nada!
-¡Yo sé dónde está!-dijo violentamente el criado, y desapareció por la nogalera rumorosa...
¿Qué ideas maléficas comenzaron a germinar en su mente ardiente? ¿Cómo se rasgó el velo que ocultaba el abismo de su verdadero ser? ¡Qué malsana obsesión! ¡Qué demoníaca sugerencia! El caso fue que se le ocurrió pensar que los doblones del maniático anciano habían pasado de sus ferradas arcas a las del buen inquisidor. Y llevado de su idea fija, casi delirante acusó a su señor en una escena en que dejó caer su máscara, mostrando su alma serpentina, en trágico desnudo.
-¡Vete para siempre de esta casa! -clamó don Gaspar-. ¿Quién hubiera sospechado de ti? Es afán de oro y no locura de amor lo que te ha perturbado el espíritu... ¡Que Dios te dé la paz y te perdone!
Y, fugitivo, se perdió en la noche, poblada de ruidos extraños y silencios temerosos...
Cuando María de les Dolores tuvo conocimiento de estos hechos, adoleció en su ánima, sintiendo desgarrarse su corazón y romperse como un cristal el sueño luminoso de toda su vida, aromada por ilusiones de felicidad acrecentadas por realidades de amor... ¡Noches de insomnio generador de fantasmas!... Una de éstas, en que la lechuza plañía en el tejado y la luna bañaba de plata las sombras, oyó en su mismo lecho tres golpes fuertes, prolongados, misteriosos, y seguidamente una mano traslúcida, apenas visible, con cierta opaca luminosidad, escribió en un cristal de la ventana:
“¡Busca en mi zamarra de cuero!”
Gritó horrorizada, y la muchacha que la acompañaba aún llegó a tiempo para ver los últimos signos, que se esfumaban lentamente y recordaban la letra del fenecido señor. Tan extraordinaria maravilla, que la hacía pensar en algunos cuentos de miedo referidos en noches de invierno, fue consultada con el inquisidor, que, escéptico al principio, tuvo que ceder ante la realidad de los hechos por él mismo observados, pues el fenómeno se repitió insistentemente en noches sucesivas. Y hubo que pensar en algo macabro y tétrico: la exhumación del cadáver, a pesar de la oposición de María de los Dolores, ya que el abuelo había sido enterrado con la citada zamarra de cuero.
En este intervalo, un día que todo el pueblo estaba en la era, se llegó hasta la casona de don Gaspar un al parecer pobre anciano rogando una limosna por amor de Dios. Cuando una hermana se adentró en la casa en busca de ella, una seña del falso pordiosero hizo acercarse a otros varios con más aspecto de bandidos que de santos, e irrumpieron violentamente en la mansión de paz... La hermana, que regresaba, fue atada a un banco del portal, y ascendieron hasta la biblioteca, donde, ajeno a todo, leía el inquisidor un viejo infolio. Y presto fue asaltado, al igual que antes su hermana...
-¡Queremos las onzas que te entregó tu amigo de Lavín! Sabemos que aquí guardas su tesoro...
En vista de sus protestas y razones, dieron en registrar la casa con más prisa que orden: las arcas, bajo los celemines, una caldera de cobre colgada en el desván y hasta entre las hojas amarillentas de un arcaico misal. Ante lo inútil de sus pesquisas (aunque algo encontraron) y la enérgica y valiente negativa del sacerdote, optaron por llevarle sierra arriba hacia el monte; casi arrastrado por las breñas y exigiéndole el tesoro, llegaron hasta cerca de La Gándara, al lugar conocido por «la encina de San Lorenzo», Patrono de Villaverde, donde hay memoria incierta que radicó la ermita de este Santo. Ni de la ermita, ni de la encina quedan ya vestigios; sólo el nombre perdura. ¡Y allí reconoció bajo tosco disfraz, en el falso pobre a su antiguo criado!...
Mas, ¿qué acontece en el pueblo? La campana de la capilla gira a deshora vertiginosa como pidiendo auxilio. ¡Qué sonidos tan especiales parece que da hay al viento! Dolor y angustia surgen de su lengua sonora... Corren los vecinos hacia allá, mientras tañidos como lloros vibran sin cesar... Siempre se ha creído que sonaba sola; jamás se supo nada sobre la posible intervención de un ser humano...
Al enterarse, aterrados, por las hermanas de la acaecido, armados con primitivos instrumentos, salvo un viejo escopetón en la casona encontrado, dieronse todos prisa en perseguir a los bandidos. Ya se aprestaban éstos a pasar el río, donde se repartían lo robado, por el antiguo puente de madera, cuando fueron alcanzados. Salvaron al ensangrentado anciano e hirieron de un tiro al criado traidor. Con alegría exaltada regresaron al pueblo, dando así feliz término a lo que pudo ser trágica aventura.
Exhumado por fin el cadáver del abuelo, se examinó la zamarra, motivo de tan maravillosos avisos del «más allá», que no tornaron a aparecer, y en ella fue hallado el tesoro que el viejo, en un momento de debilidad, quizá forzado por su manía, pretendió llevarse al otro mundo. Mas la voluntad de Dios dispuso las cosas según su destino inviolable.
Poco tiempo después fueron muertos los bandidos en un monte lejano, y María de los Dolores, víctima inocente, aureolada por tales circunstancias trágicas y maravillosas, cedió todos sus bienes a los pobres y se retiró a un monasterio, donde muchos años después terminó su vida en “olor de santidad”.
La textura íntima de esta narración sugiere la sospecha de que en ella hay superpuestas dos series de acontecimientos: lo estrictamente histórico acaecido al inquisidor, y un elemento fantástico acoplado al anterior, referente al «tesoro de la tumba», que es, sin duda, una explicación romántica del motivo ocasional de aquel suceso y, por tanto, de génesis posterior...
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