“Hay
quien cruza el bosque y sólo ve leña para el fuego” (León Tolstoi). Y la
primera palabra que viene a la mente es “Lluvia”. La misma lluvia que mojaba mi
cabeza cada Otoño, cuando íbamos a cortar madera al monte y mi padre, para
ahuyentar mi mal humor, me contaba la historia de cómo Él y tantos otros
jóvenes del pueblo, con mi edad, pasaban semanas en el bosque, cortando madera
a hacho y sierra de dientes, durmiendo en el suelo de una vieja cabaña o bajo
la cúpula de un cielo que se colaba entre las ramas de hayas, pinos y robles.
-No había eucaliptos-.
Entre tanta “leña” aún eran capaces de apreciar la
belleza de lo que les rodeaba. Formaban parte de un mundo duro, donde los
buenos sentimientos se mostraban apoyando el hombro para empujar la pareja de
bueyes o echando una mano y sacar la rueda del carro hundida en el barro. Lo
malos, aún no habían cicatrizado del todo.
Mientras compartía su bocadillo conmigo,
recordaba que Ellos cenaban lo poco o mucho que cada uno aportara a la puchera;
quien tenía una patata, una patata, quien tenía un huevo, un huevo; y si algún
afortunado compartía un pedazo de
torrezno o tocino, pues mejor que mejor. Todo ello acompañado de un trozo de
pan negro hecho con harina de centeno, porque era más barato y hacia que el
“pan” durase más, y del que yo solo he conocido la película de Agustí
Villalonga.
Para combatir el frío, un trago de vino o dos,
si la noche helaba demasiado y, pese al cansancio, costaba conciliar el sueño.
Y claro, dormir vestidos, más o menos “arrejuntados”,
sin dejar demasiado espacio entre la piel y el quejido de un viento que se
colaba por las rendijas de paredes, puertas y ventanas.
Mientras caminaba,
imaginaba como mi padre y sus compañeros se las apañaban, cortando madera, para
intentar mejorar sus respectivas economías familiares, es decir, combatiendo
como podía la miseria. Pero una miseria
con minúsculas, cotidiana. Una
miseria que se te pega a la boca del estómago y no deja de darle patadas hasta
despertar su malhumor en forma de ruido. Ese ruido que desordena las palabras y
las coloca en un silencio que no te deja coger postura para dormir. Ese ruido
que resuena bajo tu paladar junto al regusto de un bocado al aire. Ese ruido de
las botas golpeando el suelo para distraer el frío de tiriteras. Es ruido que suena a hambre.
Ese ruido que yo nunca conocí gracias a mi padre cortando leña en el monte. El
mismo monte que ahora arde pidiendo lluvia.
El camino se hacía más
corto y el trabajo más ameno. Me sentía culpable de mis quejas y orgulloso de
quien me contaba esas historias. Orgullo de quien lo contaba como lo más normal
del mundo. Porque era lo más normal. Tan normal como ir a apagar el fuego y
jugarse literalmente la vida en el intento. Tan normal como hacer “cortafuegos
naturales” y tener ovejas y cabras que desbrozaban las árgumas y el matorral,
haciendo senderos que luego el ganadero de “pie de monte” seguía para recorrer el camino de vuelta a casa. Tan
normal como vivir pegado al monte, tan normal como intentar conciliar medio
natural y forma de vida, algo tan
difícil precisamente porque nos educan para entenderlo como algo ajeno,
separado, donde el verde de los billetes compra el verde de los prados.
Solo por llevarle un poco la contraria a las
lágrimas muertas que resbalan por mi ventana, decido que mi lluvia es otra, la
de mi infancia, la que corría por los “regatos” tras esos hombres y mujeres que
viven en un medio cada vez más olvidado,
cada vez más despoblado, cada vez más sujeto a las miradas externas que juzgan
y opinan, sin más filtro que sus lentes de alquitrán.
Volvió la lluvia y con
ella, tarde o temprano se apagarán los incendios, y “cada mochuelo volverá a su olivo”, pero seguirá ardiendo la rama
seca de la leche a 30 céntimos, las rebajas en las cuantías recibidas de la PAC
por no tener un monte limpio, que nadie
conserva porque cada vez somos menos, porque cada vez se invierte menos en
prevenir y educar y más en “pagar las
consecuencias”. Porque aún somos incapaces de afrontar debates como la
necesidad de repensar nuestra relación con el medio, tanto rural como urbano.
La necesidad de analizar la viabilidad de formas tradicionales de vida con marcos normativos y modelos de sociedad
que las quieren eliminar o reducir a un parque temático donde la leche viene
del tetrabrik.
Quizás haya tantas
razones como focos de incendios provocados. Esperemos que la lluvia no borre la
necesidad de escarbar en ellas y plantar
semillas de futuro y no de “campo quemado”.
Y cuando vuelva la Lluvia, quede
algo más que ceniza. Y
cuando vuelva la Lluvia, apague pero no olvide:
Volvió
la lluvia/ No volvió del cielo/ o del oeste. /Ha vuelto de mi infancia. /Se abrió
la noche, un trueno/ la conmovió, el sonido/ barrió las soledades, /y entonces,
/llegó la lluvia, /regresó la lluvia/de mi infancia (Pablo Neruda. Oda a la Lluvia. De Odas
Elementales – 1954).
Artículo publicado en
ElFaradio 29/12/2015 http://www.elfaradio.com/2015/12/29/lluvia-de-ceniza/