UN
MUNDO “RURAL”
QUE AGONIZA
“En
la novela El camino, un muchacho, Daniel, el Mochuelo, se resiste a
abandonar la vida de su pueblo para integrarse en la gran ciudad.
Renunciaba a convertirse en cómplice de un progreso de dorada
apariencia pero absolutamente irracional”.
Estas
líneas forman parte del libro “Un
mundo que agoniza”,
para muchos, alegato naturalista, del escritor vallisoletano, Miguel
Delibes en su discurso de entrada en la R.A.E. Quizás a quien haya
leído el libro le sobre este artículo, quizás se lo recuerde,
quizás sea aún necesario rescatarlo por su vigencia. Tal vez sea
tarde para no ser cómplice, pero quizás siguiendo las huellas de
sus personajes podamos reorientar el rumbo de nuestros pasos.
Amanece
que no es poco y
me viene a la mente la penúltima campaña de “Cantabria
Infinita”,
en la que aparece un paisano vestido con el llamado “traje
regional”
y calzando
unas albarcas (En Soba llamamos así a las almadreñas) con el logo
de la compañía que lo patrocina. Cosas de la globalización pienso
para mí ¿O acaso el lector sigue creyendo que los de pueblo somos
unos paletos? Ahora los “paletos” vienen de la ciudad y se hacen
“selfies” con el rastrillo de “atropar” la hierba -prejuicios
de ida y vuelta-. Los
tiempos están cambiando
y, mientras pongo la ordeñadora, suena Dylan en la radio. Son las
siete de la mañana. Al final la veterinaria tenía otras urgencias y
no daba abasto, así que tuvimos que “sacarle la cría” nosotros.
Suerte que estaban los vecinos, el pobre animal “venía de culo”.
Y sonrío, por la asociación de ideas, al comparar en la pared la
lista de precios del litro de leche y el kilo de carne actual con la
de mis padres hace 25 años: 29,5 céntimos de euro ahora, 60 pesetas
entonces (unos 36 céntimos). Y la carne: 3, 60 euros ahora, y unas
700 pesetas (4, 20 euros entonces).-Vaya negocio la entrada en
Europa, aunque no sé para quien, me digo.
Quizás
nunca escriba “diario
de un cazador”
(no me gusta la caza) ni “diario
de un emigrante”.
Me llamarían loco al no haber cruzado siquiera la frontera. Pero
mis fronteras son otras. Mis fronteras están en el campo tras el
surco del arado, en el monte donde salgo a buscar leña. Son los
prados mojados de primavera, cuando hay seca en verano y hay que “ir
a la hierba”. O los inviernos, cuando la nieve se queda y nos deja
días “aislados”. Esas son solo algunas de mis fronteras, cada
vez más difíciles de delimitar. Muchas de ellas van cambiando en un
intento conciliación de lo que fuimos y lo que somos, sin tiempo de
pensar en lo que queremos ser realmente.
Y
es que las historias de la guerra civil de mi abuelo conviven con los
programas del corazón, la “chapa” de lumbre con la
vitro-cerámica, al fuego de la chimenea con la estufa de gas. Las
torrijas se comen después de calentar la pizza en el microondas y el
porrón de vino es más decorativo que otra cosa. Aunque siempre
queda el agua del grifo, lo más sano que hay, dice mi abuela
(enferma y cobrando la no contributiva después de haber trabajado
toda su vida). Entre todos vamos tirando.
Hay
cosas que siguen parecidas; las mujeres de la casa siguen siendo los
pilares fundamentales de la familia, trabajan dentro y fuera. Y el
bar, aunque se ven a mas chicas, sigue siendo “cosa de hombres”.
Mi padre no habla demasiado “para
decir tonterías mejor estarse callado”
dice. Por eso a los políticos les llama “parlabaratos”.
Nunca
idealizaría la vida en el campo, quien lo haga, o no lo ha vivido o
“lo
come muy a lo bobo”
como dicen en mi pueblo. Pero, como decía, son mis fronteras…
Y
como Ni-ni, el niño-profeta de la novela “Ratas” hablase en boca
del propio autor:
“la
Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la
química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta
hostilidad.”
Es
la amenaza del “Fracking”. Traducción libre: Muerte y
desaparición de una forma de vida que ya por si le cuesta mantenerse
y definirse.
No
vivo peor que un trabajador de Esniace (si no han despedido a todos),
aunque para llegar al hospital más cercano tenga que recorrer 40 kms
(también es cierto que respiro aire y no humo). Y ya ni hablar de
esa pobre gente que aparece muerta en las costas por intentar
conseguir una vida mejor (mis abuelos hicieron lo mismo). Mis
contradicciones son también las de una sociedad donde te encuentras
un dalle junto a una motosierra o un artista callejero vendiendo sus
cuadros a la entrada del “Centro Botín”. Quizás mi voto ya no
es tan disputado como el del señor Cayo porque la democracia llega
por Televisión y cada vez somos menos e importamos menos. Es “la
vida que nos espera”.
Pero esta forma de vida, no solo es mía. Mi padre, y mi abuelo antes
que él, mi madre y mi abuela antes que ella, vivían a
pie de monte.
Desbrozaban, hacían cortafuegos. Eran los primeros en llegar cuando
había un incendio, en jugarse la vida para apagarlo. El ganado
limpiaba los montes, cabras, vacas, ovejas y yeguas marcaban los
senderos por donde luego pasarían las huellas de ese llamado
“progreso”.
Y
ahora me dicen que ya nada de esto sirve, que adaptarme a los tiempos
significa cobrar 30 céntimos el litro de leche, como hace décadas.
Ahora leo la letra pequeña. Ahora solo me queda protestar por lo mío
y tú no te das cuenta que es lo nuestro. Porque cuando yo
desaparezca, antes lo habrás hecho tú.
Suena
el móvil: Serán los del banco, otra vez. Salta el buzón.-Deja tu
mensaje:
“Todos
somos contingentes pero quizás tú, mundo rural, sea necesario”
y amanece, que, tal como estamos, no es poco…
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