Juntaos, gentes, juntaos hacia el llar; pasaremos la estancia invernal recordando consejas antiguas, y no tengáis miedo, que estas cosas sólo suceden en les cuentos... ¿Estáis atentos?
Por la noche va el buen conde
con sus amores soñando,
sin saber cómo ni dónde
la muerte le está esperando ...
Pues, señor, que hace mucho tiempo, vivía en el palacio de la Gándara -que él llamaba su cabaña-, un conde de mucha nobleza y señorío, pero cuyo nombre se ha perdido entre las nieblas del pasado. Por aquel entonces había reñido con él una parienta suya, muy vieja y casi loca, que dio en loor el célebre «Libro de San Cipriano», antaño muy conocido en estos pueblos, y cayó en la manía de las malas artes de hechicería. Su obsesión era la magia de las figuras de cera, con una perversa intención de venganza de sus fantásticos enemigos. Uno de estos era el conde.
Este buen conde del romance casi olvidado, pretendió hacer una obra superior a sus fuerzas, nada menos que desviar el río a poco de nacer, para que cayendo por el cantil del Pico de las Heras, formase una magnifica cascada... ¡No le faltaba gusto artístico por las bellezas de la naturaleza! Pero se frustró la empresa, parte por la tragedia que cayó sobre la familia. Lo que de esta obra queda todavía, se denomina «El Brazo del Conde».
Tenía el conde un hijo único, joven y enamorado. Sus amores apasionados con una bella moza del pueblo de Cañedo, blanca y rubia como un rayo del sol -«Flor del Valle» la decían-, quedan aún flotando en el recuerdo. Por Cañedo, pueblo poético y silencioso, en cada casa un blasón, todavía parecen verse pasar bajo sus robledales fantasmagóricos cortejos de damas y caballeros.
Querían casar al hijo del conde con noble heredera de pueblo cercano, más él cada día estaba más enamorado de la hermosa "Flor del Valle». Para no ser oído por sus padres al salir y al entrar de noche en el palacio, dice la tradición que la servidumbre alfombraba el patio de armas, que aun perdura.
Era el buen conde aficionado a las abejas y tenía unos colmenares maravillosos, rodeados de cerezos que es fama que eran los mejores del contorno. Sus frutos parecían rubíes refulgentes en fondo de esmeraldas. Cuando salía del cepo algún enjambre se cantaban a modo de oración las siguientes coplas, casi musitadas pues solo debían oírlas las abejas, al mismo tiempo que hacían sonar un campano ahumándolas con caroyos o corozos ardiendo para que entrasen en el nuevo hogar.
Posa, posa, virgen real,
que te doy un buen nial,
que si no te posarás,
hasta el cielo subirás.
Posa, posa, virgen loca,
que en el «cepo» tiés borona,
que si no te posarás,
al infierno bajarás.
Posa, posa, que este humar,
mi cantar y mi tan-tan,
han de hacerte con tu enjambre
posar. ¡Pronto posarás!...
¡Qué célebres eran antaño la feria y romería del Pilar, cabe el viejo palacio y bajo las frondas centenarias de los bosques de San Pedro y Lavín!
Como todos los años, no faltó aquél una tribu de gitanos, luciendo su colorido oriental entre los neblinosos montes norteños. Una gitanilla hermosísima, joven de ojos profundos de misterios y arcanos, y de andar ondulante, se acercó lentamente al hijo del conde, que en aquel instante, finado el son de la chirimía, se lanzaba a bailar con su amor, ante la invitación de la pandereta:
Salir, mozas, a bailar,
que los mozos vos esperan;
ya han comido y han bebido
y vienen de la bolera ...
Y así dijo la gitana, con voz suave y acariciadora música andaluza:
-Vamos a ver, buen mozo, que yo sé que en la mano tienes oculto tu destino. El ángel que te quiere, va a ser causa inocente de tu mal...
-A ver, a ver- suplicó el joven, entre crédulo y escéptico.
Al mirar su mano, palideció la gitana y quiso negarse a continuar. Mas él insistió, ya intrigado, al mismo tiempo que la entregaba una onza que brilló como una estrella. La gitana, con gesto de sacerdotisa de un culto arcaico, exclamó:
¡Por Adonai y por el arcano
del Tetragramatón
que oculta los misterios
del abracadabra!
Huye del día impar,
de noche junto a un arroyo,
pues alguien te quiere mal,
y puédete costar el amor ...
. . . Y la vida, murmuró: «¡Que Dios lleve tu nave hacia buen puerto!» Y se fue con una leve sonrisa en la boca y una nota de tristeza en sus ojos de abismo.
Pasó el tiempo. Todas las noches iba el enamorado mozo, en su magnífico caballo, a su ronda de amor, aunque ella insistía, desde la predicción de la gitana, que sólo fuese los días pares.
Una noche oscura y silenciosa, regresaba el joven enamorado de su cortejo. El cárabo daba su nota tétrica y el lucero hacía señas misteriosas que nadie entendía. Al llegar al regato y pasar el puente de las Ánimas, llamado así por estar cercano al cementerio, pero que desde entonces se llamó del Diablo; lugar el más tenebroso del camino que aún hoy da terror a las gentes, iba el mozo enamorado soñando baladas de amor:
Dulce rosa florecida
en mi alma enamorada,
de placer estremecida
y de amor atormentada ...
De pronto un ventolín suave y engañador de flecha que vuela, seguido de un ¡ay! largo, angustioso y escalofriante, solo oído por Dios, rodó por el inmenso silencio, perdiéndose en los bosques y las cumbres. Un golpe de algo que cae, y un relincho de caballo enloquecido que huye en la oscuridad… A lo lejos, sonaba el bígaro del pastor…
Al unísono -noche de un día impar-, en su cabaña solitaria, la bruja atravesaba con candente estilete una figurilla de cera (luego de mágico ritual), tosca imagen del hijo del conde, y su risa satánica se sumió en los nigérrimos senos del dormido paisaje...
El conde abandonó para siempre el palacio. Y desaparecieron can los años cerezos y colmenares. El palacio se incendió, y fue mal restaurado años después, tal como hoy se encuentra, aunque conserva, por su romántica situación, la noble belleza de estampa antigua.
Poco tiempo después de la muerte del hijo del conde, el hijo de la bruja del pueblo, a quien se tenía por autor de aquella muerte, apareció con la cabeza seccionada por una hoz. Nada se aclaró sobre este hecho, solamente se supo que el muerto había sido uno de los pretendientes de la bella de Cañedo, que siguió viviendo blanca y rubia como un rayo de sol, siempre hermosa y siempre triste, conservando en su alma, como en joyero maravilloso, la flor sangrienta del recuerdo de su único y trágico amor. Por eso ha quedado en la tradición oral del pueblo, junto a los ecos de la leyenda, la copla que dice:
Flor del valle, rosa blanca,
La más bella del lugar;
era alegre como el día,
triste la puso el amar.
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